lunes, 5 de mayo de 2008

Los héroes del barrio pasean en bicicleta

Casi siempre los ruidos extraños que se escuchan detrás de las paredes no tienen horarios. Van y vienen al compás de las agujas del reloj, con la llegada del otoño o el principio del invierno. Voces y gritos, puertas y ventanas que se cierran al ritmo de alguna pelea familiar. Si bien son identificables y comunes, no dejan de llamar la atención.
Días atrás, varios sonidos deformaron la vida tranquila del barrio. Esta vez irrumpieron bruscamente en lo que era, hasta las cinco de la tarde, un fin de semana pasivo y normal. Ya no se trataba de algún niño malcriado y su temor al baño, o de una puerta de auto cerrada rompiendo el silencio. No eran peleas domésticas ni el silbido de cañerías viejas. Golpes, quejidos y vidrios rotos despertaron la siesta de la cuadra. Roberto, abuelo y vecino, hombre solitario y profesor de historia jubilado, se encontraba en graves problemas.
El cielo azul que invitaba a salir a la calle se nubló con dos enormes masas grises anunciando la tormenta que llegaría por la noche. Roberto gritaba y el barrio enmudeció. Salieron algunos pocos vecinos que se encontraron con el panorama: la calle cortada por tres patrulleros, una camioneta y varios agentes y cabos de la policía en la puerta del vecino. Roberto ensangrentado no podía explicar lo sucedido.
Minutos antes, había estado barriendo la calle y limpiando su casa como de costumbre cuando dos jóvenes que deambulaban cerca de las vías del tren que delimitan la cuadra, se acercaron a la velocidad de la luz y tiraron al vecino dentro de su casa. “Buscaban dinero, joyas y objetos de valor”, exclamó el abuelo, con lo poco de voz que le quedaba. “Me golpearon mucho y rompieron todo. Hasta intentaron quemarme con una plancha pero no pudieron porque no sabían cómo funcionaba. Querían plata, pero yo no ando con dinero encima”, agregó. El rostro de Roberto era contundente evidencia: sus anteojos desencajados y el bigote canoso no pudieron ocultar los golpes y el maltrato recibido. El rostro se pintó de sepia, como una máscara esculpida por las trompadas en la blanca piel. Su labio inferior terminó violeta, producto de los embates que los jóvenes le propiciaron. La camisa blanca, desabrochada y rota en uno de los hombros mostró un panorama más que estremecedor: el pecho y el cuello de Roberto estaban rojos, marcados por el intento de quemarlo con el artefacto y con claras intenciones de haberlo querido ahorcar.
Roberto no mide más de 1,60 centímetros, es uno de los hombres más tranquilos del lugar. Sufre en las inundaciones porque su casa recibe los embates de las cloacas desbordadas. Esta vez la situación lo sorprendió como a todos los vecinos.
El aviso lo dio una chica que pasaba en bicicleta disfrutando de una tarde cualquiera. Miró a su derecha y se encontró con la secuencia en la casa del abuelo: fue fácil distinguir entre las rejas verdes y los ladrillos a la vista a los dos hombres forcejeando con el vecino, porque habían dejado la puerta abierta y los ruidos eran ensordecedores. Cuando la policía llegó al lugar pudo corroborar que los dos asaltantes permanecían dentro de la casa. Una vez que los apresaron el tiempo pareció moverse en cámara lenta.
Los primeros vecinos que llegaron no hablaban entre sí. No había lugar para las palabras. Un tibio olor a quemado invadía el aire mientras Roberto permanecía sentado en el suelo desencajado, asustado. Cuando finalizó la atención médica el anciano expresó: “si nadie hubiese avisado no estaría vivo para contarlo. No tenía fuerzas y no se hasta cuándo iba a poder resistir tantos golpes”.
Esta vez los sonidos fueron claros, salvo que ningún vecino lindero logró escuchar con precisión los golpes y gritos. Por su parte, la chica de la bicicleta se fue llena de elogios, el más importante claro, fue el de Roberto.

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