viernes, 25 de abril de 2008

Ventana destiempo


El frío de la mañana, las tardes aburridas y las noches indeseables se pelean para ver quién acompaña mejor al barrio en este juego de paralizar la vida. Inmóvil e invisible, el tiempo se esconde sin mostrar vecinos ni dejar que se muevan las copas de los pocos árboles que se salvaron de la última tala municipal. La vida desde esta ventana enrejada es siempre igual: circular, vulgar, aturdida. El “nunca pasa nada”, su falsa carta principal. Por eso, luego de alguna lectura sugestiva, es propicio descansar la vista mirando hacia afuera. La soledad se respira intensamente, casi raspa, casi lastima. El mismo paisaje cubierto por un enorme edificio deshabitado que tapa las nubes y el sol.
De vez en cuando sucede algo, algún descanso que se toma la muerte del tiempo haciendo “revivir” al barrio y recordarnos lo humano que somos. Algún homenaje a la vida tal vez. A la izquierda una loma pronunciada hace las veces de montaña rusa. No importa el día ni la hora, “la bajadita”, como le decimos, es probada dos o tres veces por automóviles y ciclistas donde sus bruscas maniobras desafían la calle angosta esparcida de hollín y autos mal estacionados.
Días atrás fui testigo de la caída de dos nenes en el medio de la calle. Iban montados en bicicleta y por su tercera vuelta. Terminaron desparramados en un charco de agua y barro. Primero se escuchó el ruido, luego los llantos. Los hermanos que no superaban los diez años, se abrazaron desconsolados buscando las respuestas al tropezón, a un costado de la vereda. Arreglaron la bici y se fueron como pudieron. A veces pienso que “la bajadita” cobra vida y reclama por sus víctimas. No es la primera vez que sucede. Autos, motos y bicicletas pagan el peaje con la misma suerte, una especie de “Triángulo de las Bermudas”.
Un poco más a la izquierda se ve el paso a nivel de las vías del tren. Plataforma perfecta para pensadores extremos que de vez en cuando, se atreven a quitarse la vida. La chicharra anuncia el paso de la locomotora. Ambas suenan a todo lo que da rompiendo el silencio.
Es cruel, es cierto. Esta ventana convive con los fantasmas de la muerte. No hay muchos vecinos y los pocos que hay viven puertas adentro, sin hacer sociales. Es una cuadra vacía, de gente mayor, sin niños que jueguen a la pelota ni señoras que tomen el mate con biscochos en la vereda.
Enfrente, un enorme complejo abandonado donde años atrás “el loco de la bicicleta” abusó de dos chicas en menos de una semana. Hubo que tapiar el portón principal con cemento y ladrillos que ahora está parcialmente cubierto por una enorme enredadera y varios graffitis que se renuevan al compás de los aerosoles. Si bien un azul intenso es el color predominante nunca podrá igualar el cielo que se oculta detrás.
Simón en pose para la foto, acomoda sus patas y cabecea anunciando el mejor ángulo. A la derecha puede ver perfectamente a la collie marrón con manchas blancas que siempre lo ladra cuando sale a pasear. Este “balconeo” es su acción preferida: si algo llama su atención para las orejas y espera atento a las cinco de la tarde cuando los chicos del colegio de la esquina vuelven a sus casas. Nunca se pierde el desfile de guardapolvos y mochilas coloreadas que cuelgan de los hombros como multicolores pinceladas que modifican notablemente el paisaje.
Hace poco la ventana se cerró. Fue una jornada espantosa. No entraba luz ni se podía descansar la vista. La casa se inundó de negro. Las correas de la persiana cedieron al paso de los años y al ímpetu del uso constante.
Pareció que el tiempo otra vez volvió a jugar privándonos de lo poco que nos regalaba el afuera. Cuando solucionamos el problema el placer de tener nuevamente vida en la casa se hizo realidad, solo que una espesa niebla con olor a madera y yuyos quemados nos sorprendió. Humo con olor a cementerio donde ninguna voz se escucha donde el tiempo muerto nunca le interrumpe la pulseada a la vida.

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