domingo, 20 de abril de 2008

Un cumpleaños infeliz


La espera fue eterna. Los minutos no pasaban más y los nervios aumentaron con el correr de las agujas de reloj. Fue de sorpresa. Más que sorpresa, un regalo. Más que un regalo, un adiós. Así de fuerte. Desde la compleja furia de años pasados y con todo el peso de un amor por demás desequilibrado. Dos cómplices tomaron partido: una amiga para dar el OK en alguna charla previa durante la semana y otro que acompañó ahí en el lugar, durante la fiesta. Porque alguien tenía que estar presente para compartir las emociones, y por supuesto, escapar hacia otro sitio si algo salía mal.
Llegamos dos horas más tarde. Tocamos timbre y del otro lado se escuchó un “quién es?”. Como no funcionaba el retorno del portero bajó a recibirnos la cumpleañera. Eran sus 29. Saludamos, entregamos vino tinto como presente y subimos por la escalera que ya nos resultaba eterna. En ese momento la aceptación o la derrota fueron un condimento extra que acompañó los nervios por saber con qué situación nos íbamos a encontrar.
Escalera al cielo o descenso al infierno. En cada paso hacia la reunión, se podía sentir hasta el frío de la noche que tiñó los escalones de mármol salpicado. El cómplice fue por delante. Pasamos las piezas, cruzamos un living donde un bailongo improvisado debía oficiar de postre para bajar la torta. A un costado de la sala había una cama bien hecha con un almohadón de plástico, mientras un grabado mediano adornaba la pared del otro lado.
Tibiamente saludamos al resto de los invitados que estaban sentados en la mesa mayor, ya comidos, disfrutando de bromas y anécdotas. Luego, sobrevino la sensación del equívoco, del error. Había gente de más. Se armó una mesa más pequeña, esas que se usan para el camping del fin de semana. Sonaba a sobras. Sonaba a basura. Fue ese sentimiento el que compitió con el grato momento de ver a todos los presentes disfrutar del regalo, del show. Durante el resto del tiempo donde el teléfono debía sonar esperando la confirmación del espectáculo, el murmullo aumentó y hasta se pudo escuchar algún chiste mal contado. La situación ameritaba relajarse un poco más mientras las primeras pizzas se posaban en la mesa-camping acompañando la velada.
Cerca de la medianoche sonó el timbre. El cómplice esbozó una mirada y sus dientes terminaron por configurar una sonrisa que sellaba el pacto. Otra vez se atendió el timbre y la pregunta del “quién es?” volvió a quedar vacante. La cumpleañera bajó y uno de los invitados que casualmente llegó en el momento justo, terminó por hacer realidad el rumor que agitaba a los cuatro vientos, mientras saludaba descolocado a los amigos.
El claro sonido de las trompetas se escuchó junto a la guitarra, un buen mozo que celebró con su voz de cantante la bienvenida y un violín que hasta el más desprevenido vecino no pudo pasar por alto. Antes de soplar las velas que posaban torcidas en la torta, un grupo de mariachis puso el calor que la noche se había llevado quien sabe donde.
El repertorio de canciones sonó de lo más alegre. Sin embargo, las respuestas y aplausos fueron creciendo junto al misterio. Eso sí, las cámaras fotográficas aparecieron de la nada en busca de la foto perfecta que ilustrara un momento mágico, por demás sublime.
En el final, los trajes negros adornados con lentejuelas y sombreros que nunca se movieron, terminaron por dar las gracias bien al estilo mariachi: “queremos saludarte en el día de tu cumpleaños, - expresó con gran júbilo uno de ellos- y te vamos a tocar un tema para que vos solita ates los cabos”.
La canción terminó, el show también y las velas finalmente se apagaron. Todos se habían dado cuenta de la autoría. Sólo que no hubo agradecimiento, el “gracias” hubo que irlo a buscar. Ahora si las escaleras se parecieron más al descenso condenado, ahora sí su mármol se había convertido en fuego espeso.

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