sábado, 24 de mayo de 2008

Un día cualquiera como todos los demás


Cerca de las diez de la mañana sonó el teléfono. Lautaro había dormido en la cama del living con la intención de paliar el insomnio de la noche anterior. Corrió a contestar pensando: “será mi vieja que me dice que va al centro así vamos juntos”. No. Era Bruno que lo llamaba para arreglar algunos detalles de la presentación del programa de radio que tenían que realizar al mediodía en Estación Sur. Tuvo suerte, el llamado lo despertó de otras de sus pesadillas que le bloquean la vida.
Cuando se levantó como de costumbre, revolvió su cabeza con bronca y buscó rápidamente el baño. Miró la hora en el celular y pensó lo poco que le quedaba para ir al centro. Observó su cuerpo delgado en el espejo y congelado por un instante volvió sobre su cara. Sus manos fueron directamente a los ojos marrones refregándoselos un poco. Una picazón de la alergia que lo tiene a maltraer.
El rostro dice mucho. Habla de una soledad que no logra disfrutar y todos los días lo castiga erosionándole el suspiro un poco más. A pesar que dejó colgado un corazón de peluche con la frase “la soledad sólo se rompe con el corazón”, en uno de los marcos de la puerta de la cocina, no termina de concebir cómo su espíritu no puede abrirse definitivamente al mundo exterior. Este encierro casi eterno, convive en la cotidianidad de la desesperación.
Antes de salir tomó su correspondiente y religioso desayuno de todos los días. Buscó la radio con desgano. Encendió la computadora para ayudar a despabilarse. Se fijó los emails recibidos con la intención de chequear alguna devolución de las entrevistas que realizó para la agencia de noticias en la que actualmente trabaja. Simón ya estaba despierto y como todos los días, esperaba ansioso el paseo matutino. “Esta vez no. Llego tarde”, le dijo y los aullidos se transformaron en llanto del animal.
Estaba a punto de culminar el desayuno cuando recordó nuevamente el sueño. Es que el llamado telefónico fue un poco inoportuno. El amor de su vida estaba a punto de desvestirse completamente delante de sus narices. La mirada de la chica llenando sus ojos de felicidad. Momento sublime, instante de un reencuentro y sueño recurrente. La realidad del ringtone telefónico lo devolvió a la vida y antes de terminar la media hora del nuevo día maldijo un poco al techo: “que subconsciente de mierda que tengo. No para de torturarme. No me lo merezco”
Frente al espejo del baño se cepilló los dientes y pensó: “tengo fiaca de ir en bicicleta, mejor me tomo el colectivo. Me deja en plaza Italia, son unas pocas cuadras y caminar me sienta bien”. El frío del barrio lo sacudió aún más, la mañana gris ayudó a pensar en este nuevo día como uno de los tantos otros. Repetitivo, monótono. Desde que volvió de Río Gallegos no encontró nada nuevo. Y las dudas sobre la decisión tomada repiquetearon profundamente en la cabeza.
Este día no sería distinto a los demás, aunque Lautaro vio el contacto con el mundo exterior como una introspección mucho mayor que las mañanas anteriores. La gente algo nublada, como entes que deambulaban por el desierto de la vida, nunca levantó las miradas del suelo.
Al mediodía se encontró con Bruno en la radio. Un olor hediondo entremezclado con la humedad del lugar, era lo más parecido al pesimismo que cargaba desde que se levantó.
Luego de la charla para conseguir un espacio en la estación de radio, se despidió y volvió a su hogar. Sintió un frió estremecedor que venía desde el interior del alma. Volvió a pensar en la muerte. En su propia muerte en manos de la incapacidad de transmitir el amor que lleva para no perderse en las tinieblas. “Tengo una guitarra y aprendo a tocarla para no estar solo nunca más”, se consoló.

lunes, 19 de mayo de 2008

Domingo a Nuñez


Domingo a cielo abierto. Travesía condensada. El sol como un gigantesco farol ilumina el azul y blanco del paisaje. Los campos divididos por la autopista que une la ciudad de La Plata con Buenos Aires, se hacen inmensos. Se pierden con el horizonte. El viaje es con la hinchada de Gimnasia. No es la primera vez pero parece. Mucha impuntualidad hace que aumente la adrenalina esperando llegar antes que comience el partido. El Lobo visita a River Plate en el estadio “Monumental” de Nuñez. El “millo” viene de quedar eliminado de la Copa Libertadores de América, Gimnasia busca una victoria antes del clásico contra Estudiantes.
El vaivén de las banderas es el único viento de la tarde. El micro viene acompañando una larga caravana tripera. Una vez que toma la autopista se escucha el sonido de las bocinas de los autos particulares que van a la cancha. La gente asoma sus brazos saludando. Lo único que preocupa es llegar a tiempo.
El verde acompaña toda la travesía. También los lagos contaminados. Clubes y barrios privados se intercalan con las villas miseria que se reproducen por todo el camino. Llegamos al primer peaje, el sonido de los bombos y redoblantes nunca cesa. Las canciones de la gente se hacen más fuertes. Al igual que una comparsa tampoco se detienen en el tiempo. No importa nada. Cantar, gritar, saltar y seguir cantando. Poco importa si se va a una derrota segura con el líder del Clausura, la sensación es inexplicable. La consiga: acompañar “en las buenas y en las malas”. “En las malas mucho más”, resalta un amigo.
Algunos, al costado de la autopista mueven sus manos en señal de buen augurio. Otros hacen gestos obscenos y desde el micro parten las primeras puteadas. La mano alzada haciendo la “V” de la victoria deja entrever la ilusión.
Cruzamos Avellaneda. Siempre al costado del recorrido está la gente en su vida de domingo. Enamorados, algún que otro picado de fútbol, la familia, los hijos. Los hinchas de Independiente hacen burlas, los de la Academia aplauden. “El lobo y la acadé, unidos siempre están”, se alcanza a escuchar. Pasamos un puente y el olor del agua podrida se filtra en las narices de todos. No hay viento así que resulta más insoportable. El olor siempre está en el mismo sector del riachuelo, recordándonos para toda la eternidad, las cuentas pendientes. Es parte del horror del ser humano maltratando a la naturaleza.
Una vez que llegamos Puerto Madero se ve el contraste. Enormes edificios terminan por decorar el lujo y el confort de las clases dominantes y se entremezclan con los sintecho y linyeras que sufren el hambre de todos los días. Es domingo pero para ellos puede ser cualquier día.
El microclima en el colectivo no cambia. La gente en las calles aparece como inmóvil, casi estupefacta con el avance de la caravana: 10 micros llenos, muchos autos. Los extranjeros no entienden lo que sucede. Algunos aprovechan para saludar, otros sacan sus cámaras filman y toman fotografías. La mayoría son japoneses, pero también hay algunos australianos que muestran sus remeras de fútbol.
El colectivo sigue su curso. En un semáforo, el conductor de gafas negras mete mal un cambio y el motor se apaga. Se callan los redoblantes, se deja de cantar, se paralizan los corazones. El susto dura un segundo, todo vuelve a la normalidad.
A punto de llegar al estadio de River, se juntan los micros más de lo acostumbrado y se disminuye la velocidad. A un costado de la calle sucede lo insólito. El Torugo, uno de los referentes de la hinchada, corre alrededor del colectivo. “Se le quedó el micro”, grita uno. No. Está ordenando la caravana y de paso se lleva una botella de plástico cortada por la mitad que rebalsa de vino tinto y jugo de naranja: el mezcladito.
A punto de llegar. Se sienten los cantos y aumenta el murmullo. Las camisetas azules y blancas se confunden con el cielo. Los bombos y redoblantes se juntan para la entrada colectiva. Un policía toma sus atributos para calmar a los más desenfrenados. De frente el “Monumental” tapa el cielo, llega la hora de entrar.



sábado, 10 de mayo de 2008

De rosas y revoluciones


La cita es puntual. La charla que habíamos pautado durante la mañana, se hizo realidad. Casco en mano, Emilio Fasciolo llega en su pequeña moto roja, como siempre lo vemos deambular en los recitales o en la calle. Es que este mítico muchacho de 29 años, emblema de la escena hardcore-punk de la ciudad de las diagonales, tiene mucho que contar.
Enamorado de la poesía, la música y las historias de vida, su sonrisa refleja un buen humor interminable. Patillas tipo prócer, flequillo y rastas casi hasta la cintura, lo identifican claramente. Ahora un pullover verde fluorescente le da más luz a su cara. De fondo una pared blanca resalta su figura. Emilio transita este presente marcando el ritmo del “rock extremo” como le gusta decir. En la actualidad es la “voz, texto y concepto” de Violenta Conmoción Emocional, la banda que lidera junto a Tatán (bajo), Hernán (guitarra) y Manuel (Batería), pero cuenta con un pasado lleno de batallas, varias amistades, sorpresas, desencuentros, alegrías y tristezas. Estas últimas aparecieron en el 2001 y desembocaron en un viaje a Europa y otro al sur argentino. Historias interminables, dignas para armar un organigrama de todas las formaciones en las que participó, terminan por conformar su vida rockera. Siempre dentro del mundillo paradigmático de la contracultura. Al caer la tarde, la luz tenue que se filtra por la calle se complementa con la de la sala. Antes de sentarse a charlar, elige el sabor del té. “Voy a probar el de banana”, dice como anunciando su ímpetu a no encasillarse en lo tradicional. Ni bien hierve el agua se prende el grabador.
“Siempre estuve relacionado con el arte. Mi mamá es actriz. Cuando estaba embarazada de mi hizo una obra hasta que a los siete meses la frenaron. Mi viejo era amigo del bajista de Virus, pero no era muy musical mi casa. Tuve mi primer grabador a los 14”, adelanta.
El sonido de las cucharas del té se entremezcla con las palabras. Los cuentos e historias de la infancia se remontan a un mix entre los dibujos animados de la pantera rosa y una banda llamada Enigma, tal vez una señal de lo que sería su trayectoria en el rock. Con el repiqueteo del viento sobre la ventana, aparecen las historias de las primeras bandas que lo marcaron a fuego: Komadreja, Embajada boliviana, Pensar o Morir, 5 Sentidos, Anestesia, Acción Directa. También la lectura de los primeros fanzines, esas publicaciones hechas a mano con recortes de bandas, textos, tijeras y plasticola.
En esos años el recuerdo de la correspondencia recibida desde Japón y Canadá justifican los 400 shows por todo el país junto a “What´s up in your mind?”, su primer gran proyecto musical. “El punk y el “hazlo tu mismo” me ayudaron a canalizar la rebeldía y entender los porqué”, sentencia a modo de declaración de principios.
No existen las respuestas con pocas palabras. El tono de voz es pausado como si pensara cada oración, glorificando el valor de vocales y consonantes. Dice que se cansó de escuchar discos y prefiere ir a los recitales donde el sonido es más real, más crudo. También describe el espíritu del libro editado hace unos años: “Concepto de Unidad Ausente lo siento como un diario íntimo, es una espacie de recopilación de textos donde además participaron varios artistas. Podemos definirlo como un diario de viajero con pretensión poética”.
Violenta Conmoción Emocional, es un proyecto que resume las experiencias colectivas e individuales. Nació en el 2004 luego de más de diez años buscando un sonido rápido, fuerte, sincero y directo. Sólo unas charlas bastaron para poner en marcha el concepto. “Cuando pasa el tiempo son distintas las cosas que esperas de un grupo. Creo que todos tenemos una frecuencia en el cuerpo que hace que en el momento de sacarla al exterior tenga la impresión de contagio. Esa es nuestra idea, ese es nuestro motor”, sentencia a modo de despedida. La charla parece llegar a su fin y el silencio sólo se interrumpe cuando Emilio cita a Bertold Brecht como autor intelectual del nombre de la banda. “La revolución a veces consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”.

lunes, 5 de mayo de 2008

Los héroes del barrio pasean en bicicleta

Casi siempre los ruidos extraños que se escuchan detrás de las paredes no tienen horarios. Van y vienen al compás de las agujas del reloj, con la llegada del otoño o el principio del invierno. Voces y gritos, puertas y ventanas que se cierran al ritmo de alguna pelea familiar. Si bien son identificables y comunes, no dejan de llamar la atención.
Días atrás, varios sonidos deformaron la vida tranquila del barrio. Esta vez irrumpieron bruscamente en lo que era, hasta las cinco de la tarde, un fin de semana pasivo y normal. Ya no se trataba de algún niño malcriado y su temor al baño, o de una puerta de auto cerrada rompiendo el silencio. No eran peleas domésticas ni el silbido de cañerías viejas. Golpes, quejidos y vidrios rotos despertaron la siesta de la cuadra. Roberto, abuelo y vecino, hombre solitario y profesor de historia jubilado, se encontraba en graves problemas.
El cielo azul que invitaba a salir a la calle se nubló con dos enormes masas grises anunciando la tormenta que llegaría por la noche. Roberto gritaba y el barrio enmudeció. Salieron algunos pocos vecinos que se encontraron con el panorama: la calle cortada por tres patrulleros, una camioneta y varios agentes y cabos de la policía en la puerta del vecino. Roberto ensangrentado no podía explicar lo sucedido.
Minutos antes, había estado barriendo la calle y limpiando su casa como de costumbre cuando dos jóvenes que deambulaban cerca de las vías del tren que delimitan la cuadra, se acercaron a la velocidad de la luz y tiraron al vecino dentro de su casa. “Buscaban dinero, joyas y objetos de valor”, exclamó el abuelo, con lo poco de voz que le quedaba. “Me golpearon mucho y rompieron todo. Hasta intentaron quemarme con una plancha pero no pudieron porque no sabían cómo funcionaba. Querían plata, pero yo no ando con dinero encima”, agregó. El rostro de Roberto era contundente evidencia: sus anteojos desencajados y el bigote canoso no pudieron ocultar los golpes y el maltrato recibido. El rostro se pintó de sepia, como una máscara esculpida por las trompadas en la blanca piel. Su labio inferior terminó violeta, producto de los embates que los jóvenes le propiciaron. La camisa blanca, desabrochada y rota en uno de los hombros mostró un panorama más que estremecedor: el pecho y el cuello de Roberto estaban rojos, marcados por el intento de quemarlo con el artefacto y con claras intenciones de haberlo querido ahorcar.
Roberto no mide más de 1,60 centímetros, es uno de los hombres más tranquilos del lugar. Sufre en las inundaciones porque su casa recibe los embates de las cloacas desbordadas. Esta vez la situación lo sorprendió como a todos los vecinos.
El aviso lo dio una chica que pasaba en bicicleta disfrutando de una tarde cualquiera. Miró a su derecha y se encontró con la secuencia en la casa del abuelo: fue fácil distinguir entre las rejas verdes y los ladrillos a la vista a los dos hombres forcejeando con el vecino, porque habían dejado la puerta abierta y los ruidos eran ensordecedores. Cuando la policía llegó al lugar pudo corroborar que los dos asaltantes permanecían dentro de la casa. Una vez que los apresaron el tiempo pareció moverse en cámara lenta.
Los primeros vecinos que llegaron no hablaban entre sí. No había lugar para las palabras. Un tibio olor a quemado invadía el aire mientras Roberto permanecía sentado en el suelo desencajado, asustado. Cuando finalizó la atención médica el anciano expresó: “si nadie hubiese avisado no estaría vivo para contarlo. No tenía fuerzas y no se hasta cuándo iba a poder resistir tantos golpes”.
Esta vez los sonidos fueron claros, salvo que ningún vecino lindero logró escuchar con precisión los golpes y gritos. Por su parte, la chica de la bicicleta se fue llena de elogios, el más importante claro, fue el de Roberto.